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El Libre Comercio

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LA FOTOMATONA | JENOFONTE

Isabel Díaz picaba la tierra al mismo tiempo que se acordaba de la puta madre que parió al hijo de la gran chingada que inventó todo esto. Sobreviviente chibcha en la ciudad colombiana de Tunja, era casi nieta del sueño eterno de El Dorado.

Cientos de años después, pisaba la misma tierra que esquilmaron los conquistadores y en la que les estaban convirtiendo, una vez más, en miserables. Allí tenían que sembrar las patatas que mandaran en la Bolsa de materias primas de Chicago, como antes les obligaron a sembrar amapola para la producción de heroína, so peligro de muerte; qué cosas, patatas de las mafias de Chicago cuando ellos tenían más de veinte variedades al alcance de la mano; igual que debían de importar la fruta cuando estaban rodeados de cientos de variedades –hasta el punto de poder dar a los platos con frutas nombres tan hermosos como el de ensalada suspiro de amor– o tener que comprar las hortalizas que llegan embolsadas hasta el súper, y no las trabajadas con sus manos. Pocos puntos en la Tierra eran tan ricos como el que ella pisaba y, sin embargo, no se podía ni tomar la banana que veía madurar durante un año porque el precio que imponían las distribuidoras la convertía en un lujo. No podría, a este paso, ni tomarse un tintito de café porque los dueños de los precios no eran los cafeteros altivos sino los ejecutivos de los Tratados de Libre (ironía de la palabra) Comercio.


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